jueves, 21 de febrero de 2013

Dante y una renuncia papal



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Coronación del Papa Celestino V. Óleo sobre tabla, anónimo.
Enrique Butti
Estamos en la Divina Comedia de Dante Alighieri, en el Canto III del Infierno.
El canto se abre con una terrible inscripción sobre los portones del Infierno abiertos de par en par: “A través de mí se entra en la ciudad doliente/ A través de mí se entra en el dolor sin fin...” y que acaba con uno de los versos más inolvidables de la literatura: “Todas las esperanzas pierdan, ustedes que aquí entran”.
Borges sostiene que recién en el Canto V Dante encuentra su verdadero tono al hacer que hable un personaje, nada menos que la enamorada Francesca. Y es verdad que dar voz a los personajes de la Comedia fue su gran recurso, pero no habrá que esperar al Canto V. Aquí está, al inicio de este Canto III, la aparición de lo que al mismo tiempo es voz y letra. Y el personaje que pronuncia esas letras terribles (como el que sostiene el cínico lema Arbeit macht frei en el ingreso al campo de concentración de Auschwitz) es una puerta.
Antes incluso de cruzar el río de la perdición en la barca de Caronte, Dante oye gritos y lamentos en la oscuridad y atisba a una multitud de condenados que se atropellan. Pregunta a su guía quiénes son estos dolientes, y Virgilio le contesta que son las almas que vivieron sin gloria y sin infamia, “gli ignavi”, es decir, los indiferentes, los inertes, los apáticos, los pusilánimes, los indecisos.
Para Dante esos pecadores son tan despreciables que los coloca en el vestíbulo del Infierno, porque no sólo el Cielo los rechaza por no haber ejercido el Bien, sino que hasta el Infierno mismo los repudia por no haberse siquiera jugado por el Mal. Estos condenados corren desnudos detrás de un trapo que flamea a jirones (ya que no supieron elegir una bandera en su vida) y son atacados por insectos y por gusanos (ya que en el mundo no fueron aguijoneados por ningún ideal ni credo).
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La tumba de quien fuera durante cinco meses el Papa Celestino V, en la Basílica de Santa María di Collemaggio all’Aquila. Fotos: Archivo El Litoral
Hay en el Infierno de la Comedia lugares más espantosos que éste, pero ninguno que a Dante le merezca mayor desprecio. Hombre de acción, Dante escribe en el exilio, mientras pesa sobre él una condena a muerte. Podemos entender su fanatismo, pero se impone que algo aclaremos quienes hemos vivido en un siglo y en un país donde escuchábamos (y lamentablemente, aunque el peligro ya no sea la muerte, seguimos escuchando) gritar desde ambos bandos en pugna: “Si no estás conmigo, sos mi enemigo”, sin alternativas. Sin la alternativa que a menudo se ha demostrado la única sabia y que consiste en alejarse de las acciones estentóreas de la Historia para insuflar alguna racionalidad en la ferocidad y la intolerancia. De manera que vale aclarar que existen por lo menos dos tipos de neutralidad: la que nace de la cobardía, la pereza o el interés egoísta, y otra que se erige en su contrario, en la empresa más heroica ante la fácil locura de la ambición política y de las masas enajenadas. Está claro, de todos modos, que Dante sólo pensó en aquella primera categoría bastarda de las indecisiones.
Entre la multitud de condenados que corren detrás del trapo que flamea, Dante llega a reconocer en la penumbra a uno. Dice: “vi y reconocí la sombra de aquel que hizo, por cobardía, la gran renuncia”. Así lo define, sin nombrarlo. Y está bien que así sea, que haya decidido no dar nombre y apellido a esta sombra, porque el anonimato conviene a estos condenados de quienes el mundo no guarda memoria. No nombrarlo directamente es una ulterior demostración del menosprecio que Dante manifiesta hacia estos réprobos.
Los comentaristas hace siglos que debaten sobre el enigma de quién es “aquel que hizo, por cobardía, la gran renuncia”. ¿Esaú, que cedió sus derechos de primogenitura por un plato de lentejas? ¿Poncio Pilato, que se lavó las manos, evitando dictar sentencia sobre Cristo? ¿Diocleciano, que en el 305 fue el primer emperador romano en dejar voluntariamente su cargo?
La mayoría de los dantistas han optado finalmente por interpretar que tal personaje fue el eremita Pietro del Morrone, que llegaría a ser el Papa Celestino V.
Tras la muerte del pontífice Niccol• IV, rencillas e intereses varios, y sobre todo la rivalidad entre los sostenedores de la familia Orsini y los de la familia Colonna hicieron que el trono papal permaneciese vacante durante dos años y tres meses. Hasta que se llegó al acuerdo de elegir a un hombre santo y justo, y así fue elegido el eremita. Como tantos, Dante se habrá ilusionado con que éste fuese el “Papa angélico” que iniciase una renovatio de la Iglesia, alejándola de las ambiciones temporales.
El eremita del monte de Sulmona fue consagrado Papa en Perugia, el 5 de julio de 1294, bajo el nombre de Celestino V. Enseguida se vio acosado por los requerimientos y exigencias de quienes lo rodeaban, que veían aterrados cómo el nuevo pontífice ponía en acto al pie de la letra las enseñanzas de Cristo.
Era necesario ponerle freno y la historia popular cuenta que un ambicioso cardenal, Benedetto Caetani, se disfrazaba de noche y se le aparecía al pobre Papa en la choza que se había construido dentro de las habitaciones del palacio de Nápoles donde había querido establecerse. El cardenal le ordenaba, fingiendo a través de un tubo ser la voz del Ángel del Apocalipsis o del Espíritu Santo, que renunciase a su cargo.
Celestino V proclamó finalmente una bula en la que disponía la posibilidad de que un Sumo Pontífice acuciado por motivos graves pudiera renunciar a su cargo. Y cinco meses después de haber sido consagrado, el 13 de diciembre de 1294, abdicó a su cargo.
Lo sucedió, merced a un cónclave que duró un solo día, el cardenal Caetani, bajo el nombre de Bonifacio VIII. Una de sus primeras decisiones, temiendo la sublevación de los “fanáticos espirituales”, fue encerrar a su antecesor en un castillo donde el anciano eremita falleció pocos meses después. Dante condena a Celestino V porque con su dimisión dio lugar al acceso al poder del nuevo Papa, a quien culpaba de los principales males de su ciudad. Cuando escribió la Comedia Dante no podía saber que en 1313 la Iglesia canonizaría a Celestino V.
Bonifacio VIII fue el gran enemigo de Dante, tanto que, bajo el subterfugio de un malentendido, logra instalarlo en el Infierno cuando el pontífice estaba aún en vida. El episodio sucede en el Círculo 8º donde se castiga a los fraudulentos, en el Canto XIX del Infierno, destinado a los simoníacos.
Los dantistas suelen erróneamente señalar a Celestino V como el primer Papa que renuncia a su cargo. Una reciente noticia (ver El Litoral del 17/2/13, página 19) señala que el historiador de la Iglesia y canónigo de la catedral de Barcelona, Josep María Martí Bonet, al contabilizar en un trabajo las renuncias papales, sea las voluntarias que las obligadas, confirma que históricamente la primera abdicación fue la del Papa nº 18 de la Iglesia, Ponciano (Papa del 230 al 235), “que murió en el exilio y renunció por el bien de la Iglesia”.

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