Toda la vida que falta
La visita de Cristina a los afectados y la militancia que concibe la política más allá de la urgencia electoral.
Cada tanto, la realidad nos avisa que no somos inmortales. Que todos, al fin de cuentas, somos simples sobrevivientes en un mundo con más cuerpos al abrigo de sus entrañas que vivos caminando sobre su superficie. Asimilar esta verdad, desde el fondo de los tiempos, le duele a la condición humana. Ante la muerte, ese grito inapelable, ese rayo fulminante, esa patada en la sien, reaccionamos sordos, ciegos y mudos. No queremos saber de esa noticia cruel, entonces la eludimos, la ignoramos y, en el mejor de los casos, la desafiamos con todo lo bueno que pudimos crear: la cultura, la ciencia, el arte, la política, la palabra, la religión, la poesía y, siendo más rústicos, enterrando el féretro después de un velatorio, porque la vida, ese soplido que nos anima desde que fuimos barro, sigue adelante después del último suspiro, pase lo que pase. Y la vida incluye, por supuesto, el duelo, como el que atravesamos los que hoy podemos contarla, con respeto reverencial por los que ya no están. Me preguntaba sobre qué podía escribir este domingo, después de la tragedia que se abatió sobre nosotros, con casi 60 muertos reales y otros cientos de miles que quedaron muertos en vida tras el temporal que azotó Buenos Aires. Y esto que ustedes pueden leer ahora es apenas una suma de interrogantes, es decir, un espacio libre de certezas y seguridades. Confieso que envidio profundamente a los que en medio de la debacle mantienen la claridad de la acción, la justeza del mensaje, la explicación para todo eso que, en el caso de muchos de nosotros, no encuentra claridad, ni justeza, ni explicación posible en medio del dolor. Soy capaz de entender que una catástrofe climática es algo inesperado, que la naturaleza decide a una velocidad y con una violencia que nos es ajena. Que ante la excepcionalidad somos seres ordinarios, hojas en el turbión, frágil testimonio de que existen fuerzas superiores a nuestra voluntad. Pero me subleva, como a tantos por estas horas, la idea de que se podría haber hecho algo que no se hizo para evitarlo. Queda para los días futuros explicar por qué la Capital Federal, con el tercer presupuesto público del país, no avanzó en obras hídricas de un Plan Director que existe hace diez años, para prevenir inundaciones. Por qué el intendente porteño que encabeza un partido autonomista, primero especuló con su vuelta ante el vendaval, y luego atacó en conferencia de prensa al gobierno nacional, mientras decenas de miles de personas en su distrito estaban a la deriva. Por qué, ante una realidad meteorológica que nos obliga a convivir con el riesgo de desastre permanente en la ciudad capital de todos los argentinos, no existen planes de contingencia para atenuar el trastorno y sus secuelas mortíferas. A veces, no son sólo las obras: un poco de sentido común ayuda. El alerta temprano para evacuar a los más vulnerables a zonas menos expuestas, un mapa de refugios evidente y por todos conocido, el barrido y la limpieza reforzadas para no tapar sumideros, la recolección de basura redoblada para que las bocas de tormenta funcionen a pleno, son cosas que parecen sencillas de resolver. Claro que eso sucede cuando hay una mínima conciencia del otro. Lo mismo para La Plata y su intendente, que mintió una presencia junto a los damnificados que no era tal, mientras descansaba en Brasil. El ardid fue patético. Habla de una insolente incongruencia entre el discurso y la acción, de una grave falta a la confianza pública que enfurece tanto o más que la pérdida de bienes materiales. Su distrito hoy vela a 51 muertos, producto del salvajismo climático y de advertencias de expertos desoídas en el último lustro, con una indolencia que roza la criminalidad.
Ver a la presidenta recorrer Tolosa, donde vive su madre, una de las zonas más afectadas por el temporal, y el Barrio Mitre, en Saavedra, trajo el primer síntoma de cordura a un escenario dantesco. Ya no importa tanto lo que dijo o le dijeron mientras puso la cara ante los vecinos: actuó como debía, en un momento excepcionalmente trágico. Si condolerse es ponerse emocionalmente en el lugar del otro, no había manera más acertada de estar a la altura de las circunstancias que acudir adonde las cosas hieren y lastiman todavía. Dos días antes, la presidenta había destacado desde Puerto Madryn la historia de Matías Gensana, un joven militante de La Cámpora que murió devorado por el mar después de rescatar a tres chicos que se estaban ahogando. Ponerse las botas y bajar a las zonas afectadas, fue honrar esa memoria donde y como se debe.
La política, entendida como el instrumento democrático para mejorar la calidad de vida de la gente, primero llama a entender cuáles son los problemas que aquejan a esa gente. Acá fue todo muy descarnado. No hay magia para conjurar los efectos devastadores de una lluvia torrencial que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. A veces, solo se trata de comprender las lágrimas del que llora a raudales e ir a su encuentro para abrazarlo, aunque el llanto se vea mezclado con la bronca, el agradecimiento y los insultos. ¿Quién se atreve a pedirle buenos modales a la desesperación?
La diferencia entre un intendente falaz, sea de la Capital Federal o de La Plata, del PRO o del Frente para la Victoria, y un estadista que comprende la dimensión de la catástrofe es ese mínimo gesto. La distancia medida en miles de kilómetros que separa a la Argentina de Brasil es la que separa a un funcionario medio pelo de aquel que asume un compromiso real con sus representados. Cristina hizo lo que había que hacer. Cuando ocurrió la tragedia ferroviaria de Once, había elegido tomar contacto por separado con las víctimas, decisión que dejó insatisfecho y con un regusto amargo a un sector de las familias que querían más de ella. Esta vez, como en aquellos sucesos luctuosos de Tartagal, Cristina fue públicamente a empaparse de las lágrimas de los dolientes, a mostrarse indignada por la fatalidad y a comprometer la ayuda del Estado donde hiciera falta. Queda para los análisis de los Morales Solá y los Van Der Kooy, que detestan a Cristina por razones que no tienen que ver estrictamente con el motivo que hace sufrir a las víctimas de cualquier infortunio, cuánto hubo de cálculo o arranque sentimenal en esta decisión. Lo que realmente vale es que Cristina estuvo allí, y fue muy importante que apareciera donde se la estaba esperando. Explica y justifica su liderazgo, como cuando viajó a Roma para no dinamitar prematuramente un posible puente de entendimiento con el Papa Francisco. En ambos casos, la presidenta incursionó en el complejo universo de las sensibilidades humanas, interpretando correctamente la situación. Todas las ideologías dicen sentirse tocadas por estas cuestiones. Para algunas identidades, como el
kirchnerismo, sin embargo, es más traumático disociar lo que se dice con lo que se hace: por eso a Cristina todavía muchos opositores la miran y la van a seguir mirando desde abajo. La presidenta viajó al epicentro del problema, en el instante justo donde esas palabras y esos hechos la requerían. Y con su actitud –un hecho político de enorme repercusión proviniendo de quién viene–, pudo alentar un movimiento de solidaridad mayúsculo, a la altura de nuestras mejores tradiciones históricas. Sintonía fina, de la que hace falta. Complementada con una batería de anuncios que benefician a 150 mil inundados, demostrando que el Estado nacional está escuchando el reclamo. La mejor foto de esta película desangelada son los jóvenes recogiendo ropa o alimentos no perecederos y acompañando a los afectados en medio del agua con sus remeras militantes, junto a la Cruz Roja, Cáritas, Gendarmería y el Ejército. Con o sin el Estado a cuestas, allí estuvieron también La Cámpora, Kolina, el Evita, Nuevo Encuentro, Mil Flores, Miles, el Peronismo Militante, La Walsh de la Universidad de La Plata, cientos de unidades básicas, en definitiva, toda una muchedumbre de pibas y pibes que aprendió a concebir el compromiso político no sólo como la urgencia electoral que tanto preocupa a los operadores de listas y cargos rentados. Esta juventud, pese a lo que dice el Clarín extraviado por la úlcera, no se está armando, ni entrena en Campo de Mayo. Vive su ingreso a la política como un baño de realidad y responsabilidades, porque cree que algo mejor es posible si pone el cuerpo en causas que valen el esfuerzo. En 30 años de democracia, nuestra sociedad produjo muchas cosas buenas, pero la juventud politizada de este momento es de las más elogiables.De lo que puede decirse en estas horas, nada supera estas imágenes esperanzadoras. Ni que la Argentina haya ganado otra batalla contra los fondos buitre en Francia, ni que los docentes hayan suspendido sus medidas de fuerza en Buenos Aires, ni que el Pepe Mujica haya usado la palabra "terca" para definir la persistente coherencia de Cristina, que gobierna un país que persigue, desde hace mucho tiempo, sacarse de encima la "terquedad" del error para sumergirse en la "terquedad" de los aciertos. Porque según la circunstancia, la "terquedad" puede ser un problema o una cualidad. Y Mujica, que de guerrillero de izquierda y preso llegó a presidente de un país desigual como Uruguay, sin poder siquiera juzgar a los represores de su dictadura, lo sabe o debería saberlo. Extraña su verborragia injuriante, tan para la tribuna de la derecha oriental, cuando cientos de miles de uruguayos eligen vivir no en el Uruguay mitológico donde Jorge Batlle y un ex tupamaro se dan la mano como muestra de extraña convivencia entre opuestos, sino en la Argentina del "tuerto" y la "terca", de la que ellos dicen abominar.
Hace falta ser un poco terco para conseguir una quita de la deuda del 75%, para soportar el lobby devaluador que no imagina otros instrumentos que el ajuste y la baja de salarios para garantizar su rentabilidad, para llevar el presupuesto educativo a un 6% del PBI, para pelear por la soberanía de Malvinas en los organismos internacionales sin mandar a los pibes a la guerra, para proponer una Argentina industrialista para 40 millones en un país agrícola-ganadero que tiene soluciones sólo para 20, para mantener a raya a los grupos corporativos que atentan contra el bien común a cada hora con su mezquinas prebendas. Sí, definitivamente, hace falta ser terco para lograr algo de todo eso. El kirchnerismo que se siente mal por lo que dijo Mujica debería repensar su enojo. A su manera, no deja de ser un reconocimiento.Volviendo a lo nuestro. Es hora de llorar a los muertos, de juntar la ropa y los alimentos que a otros les hace falta, de reunirlos y enviarlos con premura, de que los sobrevivientes acompañemos el dolor del prójimo, de alentar a los pibes sobre todo a que lo hagan para que aprendan que los zapatos del que sufre son de alguna manera los propios y de pensar en un futuro donde las muertes evitables, se eviten realmente. Ahora, toda la solidaridad. Mañana, la inteligencia aplicada para una gestión eficiente en todos sus niveles, donde las palabras y los hechos vayan de la mano.
Porque los muertos ya serán de Dios.
Y de nosotros, toda la vida que falta.
kirchnerismo, sin embargo, es más traumático disociar lo que se dice con lo que se hace: por eso a Cristina todavía muchos opositores la miran y la van a seguir mirando desde abajo. La presidenta viajó al epicentro del problema, en el instante justo donde esas palabras y esos hechos la requerían. Y con su actitud –un hecho político de enorme repercusión proviniendo de quién viene–, pudo alentar un movimiento de solidaridad mayúsculo, a la altura de nuestras mejores tradiciones históricas. Sintonía fina, de la que hace falta. Complementada con una batería de anuncios que benefician a 150 mil inundados, demostrando que el Estado nacional está escuchando el reclamo. La mejor foto de esta película desangelada son los jóvenes recogiendo ropa o alimentos no perecederos y acompañando a los afectados en medio del agua con sus remeras militantes, junto a la Cruz Roja, Cáritas, Gendarmería y el Ejército. Con o sin el Estado a cuestas, allí estuvieron también La Cámpora, Kolina, el Evita, Nuevo Encuentro, Mil Flores, Miles, el Peronismo Militante, La Walsh de la Universidad de La Plata, cientos de unidades básicas, en definitiva, toda una muchedumbre de pibas y pibes que aprendió a concebir el compromiso político no sólo como la urgencia electoral que tanto preocupa a los operadores de listas y cargos rentados. Esta juventud, pese a lo que dice el Clarín extraviado por la úlcera, no se está armando, ni entrena en Campo de Mayo. Vive su ingreso a la política como un baño de realidad y responsabilidades, porque cree que algo mejor es posible si pone el cuerpo en causas que valen el esfuerzo. En 30 años de democracia, nuestra sociedad produjo muchas cosas buenas, pero la juventud politizada de este momento es de las más elogiables.De lo que puede decirse en estas horas, nada supera estas imágenes esperanzadoras. Ni que la Argentina haya ganado otra batalla contra los fondos buitre en Francia, ni que los docentes hayan suspendido sus medidas de fuerza en Buenos Aires, ni que el Pepe Mujica haya usado la palabra "terca" para definir la persistente coherencia de Cristina, que gobierna un país que persigue, desde hace mucho tiempo, sacarse de encima la "terquedad" del error para sumergirse en la "terquedad" de los aciertos. Porque según la circunstancia, la "terquedad" puede ser un problema o una cualidad. Y Mujica, que de guerrillero de izquierda y preso llegó a presidente de un país desigual como Uruguay, sin poder siquiera juzgar a los represores de su dictadura, lo sabe o debería saberlo. Extraña su verborragia injuriante, tan para la tribuna de la derecha oriental, cuando cientos de miles de uruguayos eligen vivir no en el Uruguay mitológico donde Jorge Batlle y un ex tupamaro se dan la mano como muestra de extraña convivencia entre opuestos, sino en la Argentina del "tuerto" y la "terca", de la que ellos dicen abominar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario