lunes, 15 de abril de 2013

La oposición no quiere cambiar la realidad: disfruta de que sea inamovible.


La oposición no quiere cambiar la realidad

Esta Justicia está cuestionada por una sociedad cívicamente madura y no sólo por el kirchnerismo.

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 El kirchnerismo es el principal problema que tiene el statu quo nativo. Eso mismo lo hace políticamente solvente, culturalmente interesante y, hasta ahora, electoralmente imbatible. 
Sus críticos, en general, defienden lo que había, y lo que había no funciona todo lo bien que argumentan los antikirchneristas rabiosos desde la tribuna mediática generosamente habilitada por Héctor Magnetto y sus socios; más bien ocurre lo contrario. 
Con el Poder Judicial, ahora, está pasando eso. Podrá la oposición política y mediática denunciar que se viene "un golpe contra el único poder independiente" de la República, de cara al "18A", que suponen multitudinario, pero es más dramáticamente evidente para la mayoría que "la justicia" hace rato que se corrió la venda y le guiña el ojo cómplice a los poderes fácticos, con un desparpajo que ofende al sentido común de la ciudadanía, la kirchnerista y la que no lo es. 
 
Cuando la UCR, el FAP, la Coalición Cívica, el peronismo disidente del peronismo, y los diarios La Nación y Clarín se unen para defender lo que a todas luces es una causa perdida, parecen envueltos en los trazos grandilocuentes de una utopía finlandesa inexistente en un país capitalista periférico como el nuestro, donde "la justicia" funciona desde siempre como paraguas legitimador de los privilegios permanentes de los dueños del poder y del dinero. 
 
Son minorías políticas que quieren seguir siéndolo. No tienen voluntad de poder, ni interpretan la realidad desde la óptica del cambio de época. Sólo se acunan en el discurso conservador para mantener sus dietas de diputados o senadores. 
 
La oposición no quiere cambiar la realidad: disfruta de que sea inamovible. Sólo así se explica que defiendan un estado de cosas indefendible. La cautelar que ampara a La Nación en su batalla impositiva contra la AFIP –que lleva diez años– y la que beneficia a Clarín por la Ley de Medios –hace tres años y medio– son casos testigo de una desigualdad jurídica naturalizada desde los medios hegemónicos. 
 
Pero no lo es menos el caso de Marita Verón, que desnuda la macabra comprensión judicial hacia las mafias que manejan la trata de personas en el país. O los 21 años que el atentado a la Embajada de Israel lleva impune. O los 19 de la AMIA. O los 30 años de democracia que el poder más anquilosado y conservador del país se tomó para sentar a desgano en el banquillo a los responsables civiles del genocidio. 
 
Esta "justicia" está cuestionada por una sociedad cívicamente madura, y no sólo por el kirchnerismo gobernante. El paquete de leyes para democratizar su funcionamiento es un reclamo generalizado. 
 
Con alguna razonabilidad, podría argumentarse que lo que propone el Ejecutivo es insuficiente: no se crean nuevos juzgados para garantizar una mayor accesibilidad ciudadana al servicio de justicia, se desecha la oportunidad de discutir el sistema de juicio por jurados y no se limitan temporalmente las apelaciones de ANSES en los litigios a jubilados, cuya situación podría verse agravada por la creación de una nueva instancia –la de Casación–, que estiraría los plazos de sentencia firme. 
 
Por eso mismo, que la oposición se niegue al debate, o directamente lo boicotee, tiene una única finalidad: que las cosas sigan tan mal o pésimo como hasta ahora.
 
 La fórmula opositora para objetar la reforma aleja la posibilidad de mejorar una propuesta oficial que tiene cosas muy buenas (elección popular de los consejeros, blanqueo patrimonial de jueces, concurso democrático para el ingreso a la carrera judicial, limitación temporal de las cautelares) y otras que no lo son tanto. 
 
Incluso "Justicia Legítima", el colectivo de jueces, fiscales y funcionarios que apoyan en general el paquete de medidas que Cristina Kirchner envió al Congreso, presenta visiones con matices y disidencias entre sus integrantes que mejorarían la calidad de la discusión parlamentaria. 
 
Eduardo Freiler, presidente de la Cámara Federal porteña, uno de los referentes más relevantes del grupo, que se hizo conocido con la ya histórica solicitada de diciembre pasado y su encuentro de febrero en la Biblioteca Nacional, plantea que la creación de nuevos tribunales de casación no es aconsejable. 
 
Para la oposición, sin embargo, todo es impugnable porque en su versión apocalíptica, lo único que buscaría esta reforma sería la impunidad de los funcionarios oficiales. No registran siquiera que dentro del Poder Judicial hay una inmensa corriente que avala la democratización, y no está de acuerdo con el discurso único que baja Ricardo Lorenzetti en alianza con los sectores más conservadores de la judicatura. 
 
El propio Freiler, por caso, es muy crítico de Norberto Oyarbide, juez connotado como permeable a los intereses kirchneristas. Esta corriente judicial democrática debería ser más escuchada en los medios por el sólo antecedente de que la Ley de Medios, finalmente exitosa, tuvo defensores más tenaces y efectivos entre los comunicadores que sabían del asunto que entre los voluntaristas pero a veces fácilmente jaqueables voceros oficiales. 
 
Es verdad: hay mayoría parlamentaria para que las cosas salgan tal como desea el Ejecutivo, y esto pone muy nerviosa a la Argentina conservadora. No preocupa el número esta vez: los dictámenes de comisión fueron favorables en el Senado. Pero cualquier discusión es una oportunidad pedagógica para elevar el debate, siempre. 
 
Y la oposición, en cambio, decidió abaratarlo, reducirlo a posturas bipolares, presentar todo como si fuera un atajo directo a la monarquía K. Hay que tener cuidado: desertan de las vías institucionales a la espera de una crisis que por su ansiada excepcionalidad, capaz incluso de voltear a un gobierno sin concurso de las urnas, los exima de dar explicaciones a futuro. 
"Lo único que puede detener esto es la gente", se entusiasma Ricardo Gil Lavedra en La Nación, diario que agita el 18A. "El radicalismo acusó al Gobierno de ser un 'grupo faccioso'", titula Clarín, en una nota sin firma que termina atribuyendo a todos los opositores el siguiente texto: "Ha llegado el momento de decir basta y movilizarnos en cada rincón del país." 
 
Carrió pronostica, según su especialidad: "Estamos virando de un democracia constitucional de origen a una dictadura." El ex fiscal del juicio a las juntas, el radical Julio Strassera, como si tuviera a Videla enfrente, dice: "La presidenta no tiene vergüenza." Francisco De Narváez echa más leña al fuego, mientras viola la Ley Electoral con su campaña de "Ella o vos": "La presidenta quiere a la Justicia de rodillas." 
 
El senador radical Sanz, que se ve que viaja poco, mete miedo: "No existe en ningún lugar del planeta una concepción de que, quien gana una elección, maneja a los jueces." Carlos Melconian, del PRO, que sin embargo aparece en los programas como si fuera consultor económico independiente, se toma la cabeza: "Si desaparece la división de poderes, desaparece la República."  
Desagraciado verbo el de "desaparecer". Lo usó la dictadura, lo usaron los productores de la Sociedad Rural de Santa Fe, lo usa ahora el candidato macrista. Ciertas palabras deberían ser dejadas en paz.
 
¿No sería mejor que todos ellos, en vez de regodearse en su retórica inflamada para que Clarín les dé un destacado en página 6 con foto, se sienten en sus bancas a discutir las leyes que envió el Ejecutivo al Parlamento?
 
Eso sería trabajar. La única manera de defender la democracia en serio que tiene un legislador. Lo demás, es hacer el trabajo sucio de los que no quieren que nada cambie, mientras las corporaciones festejan porque sus privilegios siguen impúdicamente intactos.

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