El voto y las dos necesidades
Hace algunos días, entrevistada por Alfredo Leuco en su programa Le doy mi palabra, Beatriz Sarlo realizó controvertidas declaraciones. Allí indicó: “Para decidir un voto libremente no hay que estar muriéndose de hambre, no hay que estar debajo de la línea de la pobreza, no hay que vivir en la Villa 1-11-14. (…) No se le puede exigir a esa gente porque está en condiciones en las que nadie podría pensar”. Tales palabras van en la línea de aquellas realizadas en abril de 2011 por Pino Solanas cuando, entrevistado en C5N, afirmó que “las provincias más pobres no se caracterizan por tener la mejor calidad del voto”. Más allá de tratarse de dos poco felices aseveraciones me interesa retomarlas para hacer algunas reflexiones.
Por lo pronto habría que indicar que aun en el momento en que, al menos Occidente, ha desarrollado democracias elegidas a través de un sufragio verdaderamente universal que no discrimina por género, por nivel cultural o por estatus social, existe, especialmente en las clases altas, un prejuicio consciente de su incorrección política y que, por ello mismo, sólo aparece en pequeños lapsus y en el marco de charlas relajadas. Como se puede inferir de las afirmaciones de Sarlo y Solanas, se trata de la idea de que las grandes masas de pobres, hijas de la desigualdad de un sistema económico, son presa fácil del clientelismo político. En otras palabras, se supone que los desposeídos, en vez de hacer un análisis racional del voto y del ejercicio democrático, actúan movidos por la necesidad y no dudarán en apoyar a quien otorgue algún tipo de dádiva inmediata sea que venga en forma de bolsones de comida o de planes sociales.
En el caso de la Argentina en particular, este prejuicio, a su vez, se reproduce en la relación que se da entre las grandes ciudades y las provincias menos desarrolladas. Así, buena parte de los porteños, de los bonaerenses del primer cordón, de los rosarinos, etc., generalmente entienden que especialmente las provincias del norte argentino, por su “inviabilidad económica” y su atraso educacional, se transforman en rehenes de las ineficientes políticas estatales que en una lógica casi feudal derivan en caudillos que se anquilosan en el poder y manejan los estados provinciales con total discrecionalidad.
Pero entonces ¿se puede hablar de una verdadera democracia existiendo un porcentaje importante de pobres? Expresado de otra manera y suponiendo que una democracia sana se caracteriza por, entre otras cosas, el ejercicio de un voto libre: ¿puede votar libremente un pobre? Desarrollando algo más esta pregunta que se encuentra detrás de la intervención de Sarlo, no resulta descabellado preguntarse si se le puede exigir a alguien con hambre, necesitado y urgido que sea capaz de reflexionar en términos de largo plazo evaluando los pros y los contras de un proceso político. Quizá no quede más que aceptar que, naturalmente, se incline por aquellos que puedan darle soluciones inmediatas que, puede que a la larga, no sean las más convenientes.
Más allá de la incomodidad de la temática, este tipo de interrogantes atraviesan toda la historia desde los griegos hasta la actualidad. En aquella democracia de Pericles, antecedente de las democracias actuales, había isonomía (igualdad ante la ley) e isegoría (igualdad en el uso de la palabra en la asamblea). Además, los ciudadanos participaban libremente de los asuntos públicos y tomaban las decisiones acerca de las leyes que regirían su sociedad pero, claro está, no todos los hombres eran ciudadanos. Las mujeres, los esclavos, los extranjeros, entre otros, se quedaban afuera. Con la modernidad, los sistemas representativos fueron pensados no sólo como una forma de resolver el problema logístico de las grandes poblaciones sino como un modo de alcanzar una suerte de tamiz que fuera filtrando la potencia de las masas de pobres y hambrientos generando en muchos casos una suerte de casta aristocrática de los representantes. Se trata de esa pequeña trampita que se expresa en “el pueblo gobierna a través de sus representantes” cuando lo que acaba sucediendo mayormente es que estos últimos se autonomizan de los deseos de sus representados.
Ahora bien, si vuelve al principio de este escrito notará que hablé de un prejuicio de cierta clase alta ilustrada que no es otro que el que supone que sólo los pobres pueden ser manipulados. En otras palabras, y aquí aparece con fenomenal agresividad el prejuicio de clase, se supone que sólo puede votar libremente el que es propietario, justamente porque, en tanto tal, no debe nada a nadie. Asimismo, este propietario, por su misma condición, tiene más posibilidades de educar bien a sus hijos de manera tal que empiezan a unirse una serie de categorías para afianzar el prejuicio. Así, el buen votante sería el propietario y educado que, en tanto tal, es racional y puede ser libre.
Ahora bien, ¿entonces sólo es libre el que no tiene necesidad, esto es, el que puede salirse del aquí y el ahora que supone tener la panza vacía y ser algo más que un cuerpo biológico hambriento? En otras palabras ¿puede la necesidad bloquear o distorsionar la racionalidad y la libre elección?
Hannah Arendt se plantea este tipo de incomodidades en Sobre la revolución cuando analiza el “hecho de la pobreza” y el modo en que esta, esa abyección que coloca a los hombres bajo el imperio absoluto de la necesidad de sus cuerpos, fue la que catapultó la revolución francesa pero, al mismo tiempo, lo que la hizo nacer sin vida pues “hubo que sacrificar la libertad (…) a las urgencias del proceso vital”. Este fracaso de la revolución de 1789 se contrapone al, según ella, éxito de la revolución estadounidense que no estuvo atravesada por el problema social de la miseria y la indigencia, pues lo que estaba en juego ahí era una disputa por la libertad, algo que podía concretarse simplemente con un cambio en la forma de gobierno.
Pero, entonces, si la necesidad es incompatible con la libertad no podría haber democracia sana mientras haya pobres. Sin embargo, ¿no hay necesidad entre los ricos? Por supuesto que no en el sentido en el que veníamos hablando. Pero hay una segunda manera de entender la necesidad que surge de entenderla de manera más amplia, bastante más allá de lo que los griegos llamaban la zoé, esto es, el aspecto estrictamente biológico-animal del Hombre. Trataré de expresarlo a través un ejemplo: un sujeto de clase alta atravesado por el temor a sufrir un delito, capaz de aceptar un relato que, entre otras cosas, le dice al mismo tiempo que le van a pesificar sus dólares, que no va a poder salir del país, que el country en el que vive será abierto para que ingrese el aluvión zoológico, que los presos están libres, que una agrupación política adoctrina chicos de salita rosa, ¿es libre cuando decide su voto? ¿Su racionalidad llega intacta al cuarto oscuro o más bien votará según el temor de su bolsillo y al candidato que le garantice la satisfacción de las necesidades propias de alguien de su clase? En este sentido, ¿un rico es menos manipulable que un pobre? ¿No podría darse el caso de que los hombres, algo más que meros cuerpos animales, sean claramente manejables cuando sienten que su forma de vida y su estatus social está puesto en cuestión? En este sentido, ¿el voto de las clases altas ilustradas puede juzgarse menos “irracional” que el de las clases bajas? Para ponerlo con un ejemplo concreto comparando distritos cuyo ingreso per cápita es radicalmente diferente: ¿la calidad del voto de la ciudad de Buenos Aires es superior a la de Formosa?
Dicho esto y entendiendo “necesidad” en un sentido más amplio que el estrictamente biológico, se cae en la cuenta de que, si fuese verdadero que los que se hallan en condición de necesitados ven disminuida su libertad de elección, todas las clases sociales serían pasibles de ser manipuladas pues todas “necesitan” algo. Sin embargo quizás exista una sutil diferencia entre las clases bajas y altas pues de la necesidad que padecen los pobres debería seguirse que “donde hay una necesidad, nace un derecho” mientras que, generalmente, de la necesidad que afecta a los ricos se sigue simplemente que “donde hay una necesidad, nace una derecha”.
Ahora bien, ¿entonces sólo es libre el que no tiene necesidad, esto es, el que puede salirse del aquí y el ahora que supone tener la panza vacía y ser algo más que un cuerpo biológico hambriento? En otras palabras ¿puede la necesidad bloquear o distorsionar la racionalidad y la libre elección?
Hannah Arendt se plantea este tipo de incomodidades en Sobre la revolución cuando analiza el “hecho de la pobreza” y el modo en que esta, esa abyección que coloca a los hombres bajo el imperio absoluto de la necesidad de sus cuerpos, fue la que catapultó la revolución francesa pero, al mismo tiempo, lo que la hizo nacer sin vida pues “hubo que sacrificar la libertad (…) a las urgencias del proceso vital”. Este fracaso de la revolución de 1789 se contrapone al, según ella, éxito de la revolución estadounidense que no estuvo atravesada por el problema social de la miseria y la indigencia, pues lo que estaba en juego ahí era una disputa por la libertad, algo que podía concretarse simplemente con un cambio en la forma de gobierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario