Por Mario Wainfeld
Quién te ha visto y quién te ve. Un presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA) que renuncia hablando de “institucionalidad mellada”, un tributo al discurso dominante que Héctor Méndez repite sin haber contribuido a su elaboración. Más allá de la novedad, la dimisión trasunta, y quizá agrava, un fenómeno ya señalado en estas columnas: las corporaciones patronales atraviesan una crisis de representatividad machaza. La UIA quiebra sus reglas internas de alternancia regulada. La Mesa de Enlace ya no tiene cuatro patas firmes, a menudo se asienta sobre tres, pero no correctamente alineadas.
La simultaneidad es sintomática: se resquebraja lo que fuera vanguardia de la oposición durante casi todo el mandato de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Hay motivos específicos en cada caso: la más dúctil gestión agropecuaria del oficialismo, los precios internacionales y hasta las lluvias domésticas, por el lado “del campo”. Cuitas personales, fragmentación de intereses en el sector industrial. El común denominador que explica sus crisis paralelas es el contexto económico y político. Mucho más auspicioso (¡horror!) para el kirchnerismo y su “modelo” que lo vaticinado por tantos especialistas, tantos dirigentes connotados, tantos gurúes de la city.
Durante el gobierno de Néstor Kirchner las relaciones fueron diferentes. La magnitud de la catástrofe económico-social y el liderazgo del presidente, fundado en resultados tangibles, determinaron que todos lo acompañaran o al menos no se pusieran en la vereda de enfrente.
Desde el vamos, los grandes empresarios rezongaron por el nuevo trato que les dispensaba el presidente. Kirchner cambió la agenda de habitués de la Rosada, a la que los popes patronales entraban como Pancho por su casa. El entonces presidente les sacó la llave del despacho presidencial. O, tal vez, cambió el password o la consigna del “Sésamo ábrete”. Se anoticiaron de la novedad, se habituaron, con sumo disgusto, a un grado inédito de autonomía del poder político. Como la situación económica y sectorial mejoraba sensiblemente, se avinieron a tolerarlo, suponiendo que el kirchnerismo sentaría cabeza, en ese sentido.
La presidenta Cristina debió vérselas, casi desde que asumió, con otro panorama. En 2008 se quebraron lanzas, las patronales agropecuarias se pusieron al frente y condujeron un sorpresivo revival opositor corporativo político. A su zaga, resucitaron los partidos vapuleados en las elecciones de 2007. Nació allí la hipótesis de un fin de ciclo, que fue potenciada por la crisis financiera mundial y que tuvo corolario institucional en las elecciones de 2009. Se ensoñaron, creyendo que volvían los buenos tiempos, aquellos en los que la “clase política” bailaba al son del poder económico. Eso sí, en un contexto de bonanza.
El año pasado las certidumbres entraron en estado de asamblea, como ahora la UIA. “El Grupo A” distó de conducir el Congreso. Su paquete de leyes proempresariales (baja de las retenciones, supresión del impuesto al cheque, entre otras) quedó en agua de borrajas. Más aún, el internismo diluyó la supuesta cohesión opositora, la perspectiva de ganar las elecciones presidenciales acicateó en buena (o, cuanto menos, lógica) ley divergencias o diferenciaciones.
Los agrodiputados resultaron ineficaces aún para defender los intereses de su sector.
En el camino, las corporaciones mediáticas y en especial el Grupo Clarín se pusieron al frente de la oposición, relegando a las patronales campestres. El Grupo Techint las acompaña, aunque con modales algo más calmos y discurso menos violento que los medios de comunicación hegemónicos.
A principios de 2011 el kirchnerismo mantiene la pole position para las elecciones de octubre. La coyuntura económica está a años luz de las profecías que el establishment inventa y “compra”. Lejos del default, de la stangflation, del Banco Central sin reservas, del parate del crecimiento o de la demanda. Algunos empresarios, incluidos ciertos dirigentes, internalizan lo ocurrido, controvierten la conveniencia de vivir en conflicto con un gobierno que les es antipático pero que les ha prodigado los mejores siete años seguidos de que tengan memoria.
El menú de reclamos de las grandes empresas al kirchnerismo es más viejo que añejo, se reitera año tras año. Alertan contra el desborde de las convenciones colectivas, contra el gasto público desmedido, contra los subsidios que no recaen en su actividad. Como programa para concitar adhesiones ciudadanas es muy pobre. Las limitaciones culturales y discursivas de la mayoría de sus referentes agravan su soledad. Su intemperancia de cara a medidas moderadas de redistribución del ingreso o recuperación de conquistas de los trabajadores revelan una matriz autoritaria y poco compatible con el desarrollismo que alegan predicar o con la modernización ante la que se posternan, de la boca para afuera.
Tal vez el Consejo para el Diálogo Económico Social, que el Gobierno amagó legislar y convocar varias veces, hubiera servido para sustanciar esas polémicas de modo más constructivo. Pero la iniciativa, en danza desde que Cristina Kirchner asumió, jamás germinó. El conflicto de las retenciones móviles le cortó las piernas hace tres años. El clima entre el Ejecutivo y las representaciones empresarias jamás fue propicio. La movida estuvo en carpeta más de una vez, incluso este verano. Pero, oteando el horizonte, la Presidenta dio instrucciones de “bajar un cambio” o acaso dos. El proyecto, que mejoraría la calidad institucional pero que requiere interlocutores comprometidos a la altura, no verá la luz en este año electoral.
La inminencia de las elecciones, los límites flagrantes que tendría un (por ahora muy virtual) “gobierno A” minoritario en el Parlamento, los riesgos de ingobernabilidad, despabilan a algunos de los dueños del capital, que no a todos.
Una anécdota se repite en quinchos políticos y empresarios. El cronista la escuchó primero referida como hecho real, con nombres y apellidos de los interlocutores. Después conoció otras versiones. Quizá sea auténtica, quizá sea un apólogo o una fábula. Tanto da. Su veracidad es menos interesante que su capacidad descriptiva. Ahí va. Un referente empresario habla con un integrante del elenco gubernamental y se sincera: “Está bien. Ustedes nos molestan, son agresivos, Guillermo Moreno provoca e invade sin necesidad... pero sus adversarios son mucho peores. Ya me resigné, los voy a votar. Eso sí, a quien no consigo convencer es a mi esposa”. “La patrona” del patrón, subraya el cronista, expresa la tozudez ideológica de la clase dominante, su “falsa conciencia”. La apodada “burguesía nacional”, al fin y al cabo, jamás llegó a ser ni una cosa ni la otra.
Es regla hablar de crisis de representatividad política y poner en tela de juicio a los mandatarios o legisladores. Enhorabuena que así sea y que el electorado argentino sea severo a la hora de castigar y versátil para elegir a quienes los gobiernan.
Eso sí, debería ponerse más la lupa sobre otras dirigencias autóctonas, que dejan mucho que desear y que no están expuestas a la decisión ciudadana. Las patronales, las sindicales, la de los clubes de fútbol, la jerarquía de la Iglesia Católica, sin agotar la enumeración. Sus desempeños son cuestionables, entre frágil y nula su capacidad de ejercitar democracia interna.
Los líderes patronales, gente próspera y con pretensiones, son un ejemplo acabado. Su percepción es pobre de solemnidad, su capacidad profética nula. La expresión “responsabilidad social empresaria” es, en tendencia mayoritaria, un oxímoron.
Héctor Méndez es una buena muestra de las carencias de los burgueses que supimos conseguir. Es imposible recordar de ese hombre poderoso, que condujo a la UIA en una etapa próspera y dinámica, una frase inteligente o iluminadora pronunciada en público. Su mayor aporte fue decir que un proyecto reformista y constitucional de participación en las ganancias parangonaba a la Argentina con Cuba. Tamaño exabrupto no mellaría la institucionalidad pero sí ofendía a la inteligencia.
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