lunes, 27 de mayo de 2013

TECNOLOGÍA Y EL HOLOCAUSTO DE ÁFRICA

 

 

 

 

 

 

 

 

Carne de cañón. Niños soldados en las guerras del Congo.

  Muertes en el celular

Año 6. Edición número 262. Domingo 26 de mayo de 2013


Cada kilo de coltán que se extrae para la fabricación de teléfonos móviles, GPS, armas teledirigidas, satélites artificiales, les cuesta la vida a dos niños africanos. Son datos terroríficos.
No menos de cinco millones de civiles murieron en el Congo a lo largo de la guerra que ya lleva más de una década. Murieron por el coltán, pero ni ellos lo sabían. El coltán es un mineral raro, y su nombre designa la mezcla de dos minerales estratégicos llamados columbita y tantalita. Poco o nada valía el coltán, hasta que se descubrió que –por su conductividad– era imprescindible para la fabricación de teléfonos celulares, playstations, computadoras, GPS y misiles; y entonces pasó a ser más caro que el oro. Hoy mueren dos niños africanos por cada kilo de coltán que se extrae para la fabricación de estos productos de la sociedad de consumo.
El 80% de las reservas conocidas de coltán están en las arenas del Congo, un país pobrísimo, pero que para su desgracia es riquísimo en minerales, y ese regalo de la naturaleza se sigue convirtiendo en maldición de la historia.
El Congo huele a sangre, enfrentamiento entre etnias, pobreza, esclavitud y sobre todo a dinero. La antigua colonia belga tiene tanta riqueza que con su explotación debería nadar en la abundancia, sin embargo lo que le sobran son guerras. En su territorio alberga en grandes cantidades cobre, cobalto, estaño, uranio, oro y diamantes, casiterita, wolframita y sobre todo coltán.
Mientras el planeta se horroriza ante las atrocidades de la guerra civil en Siria, en África se libra otro antiguo y olvidado conflicto que parece interminable ante el silencio cómplice de los medios de comunicación y las trasnacionales involucradas en la producción de celulares y otros elementos de alta tecnología que requieren coltán. Sólo baja de intensidad de vez en cuando y vuelve a la barbarie cada vez que un fabricante de playstations retrasa la salida de su nuevo modelo aduciendo la falta de ese mineral.
Es la guerra del Congo o del coltán, como la llaman algunos, porque si bien el coltán no fue la razón primera de su estallido, sí lo es de su continuidad. Porque estos minerales de sangre son la riqueza del Congo y a la vez su condena.
Las grandes víctimas de toda esta guerra económica que se está desarrollando en el tercer país más grande de África son, sin duda, los civiles. Cifras impresionantes que nadie sabe por qué, sólo ahora han saltado a la primera plana de los periódicos. Más de cinco millones de personas han sido masacradas desde 1998 en Congo, y desde el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas (Acnur) confirman que actualmente hay 1.350.000 desplazados en el interior del país. Las mujeres y niñas son sistemáticamente violadas y empleadas como arma de guerra. Los niños no se salvan de la barbarie: unos son obligados a trabajar en las minas de coltán a mucha profundidad porque son los únicos que caben en ellas; miles de ellos mueren sepultados, de hambre y de agotamiento. Se calcula que por cada kilo de coltán extraído mueren dos niños. Otros son reconvertidos en niños y niñas soldados; llegó a haber más de treinta mil reclutados y quedan entre tres y siete mil como carne de cañón, según datos de Amnistía Internacional. Los enfrentamientos actuales han puesto de nuevo en marcha este macabro sistema que se lleva a niños de sus aldeas para participar en la guerra. Los que intentan escapar son torturados ante sus compañeros para que sirvan de ejemplo. Hambre, desnutrición, sida, malaria o tuberculosis se suman a una situación alarmante. Por ejemplo, semanas después de que la Corte Penal Internacional condenara al comandante rebelde Thomas Lubanga a 14 años de prisión por reclutar niños soldados, Human Rights Watch cifraba en 149 “kadogos” (así se les conoce en la jerga militar) los secuestrados para luchar junto al grupo M23, liderado en la sombra por Bosco Terminator Ntaganda, lugarteniente de Lubanga que tiene orden de captura por el mismo tribunal.
Todo comenzó cuando los tutsis de la vecina Ruanda recuperaron el poder tras el genocidio de 1994 que cometieron los hutus. Estos últimos se refugiaron en el vecino Congo temiendo la represalia tutsi.
Agentes encubiertos de Ruanda como Terminator Ntaganda o Laurent Nkunda, ahora en situación de semilibertad en Kigali, fueron enviados junto a sus tropas a masacrar a los hutus que habían cruzado la frontera. Con esa táctica, Ruanda alejó la guerra de su territorio y justificó una ocupación militar en las zonas minerales que el Gobierno congoleño, a 2.000 kilómetros en la lejana Kinshasa, es incapaz de controlar. Ahora la Ruanda del presidente Paul Kagame, también acusado de genocidio en aquellas operaciones de castigo, le ha dado la luz verde a Terminator Ntaganda, que también fue niño soldado.
Gracias a esa constante inestabilidad, el gobierno del Congo ni puede explotar las minas ni mucho menos cobrar impuestos. Y sus vecinos necesitan la guerra para mantener un coltán barato, sin impuestos gubernamentales, gestionado por milicias fácilmente sobornables, como el M23 de Ntaganda, que factura miles de euros semanales en contrabando al mando de una brutal milicia armada con lanzacohetes y fusiles kalashnikov.
Hay muchos analistas que apuntan que son las multinacionales, con la complicidad de las potencias internacionales, las que han azuzado el conflicto. De hecho, Naciones Unidas hizo una investigación y las conclusiones fueron que se trataba de una guerra dirigida por “ejércitos de empresas” para hacerse con los metales de la zona, acusando directamente a Anglo-América, De Beers, Standard Chartered Bank y cien corporaciones más.
En el último decenio, las grandes transnacionales Nokia, Ericson, Siemens, Sony, Bayer, Intel, Hitachi, IBM y muchas otras han obtenido el material de esa zona para lo cual se han formado una serie de empresas (la mayoría fantasmas) asociadas entre los grandes capitales, los gobiernos locales y las fuerzas militares rebeldes para la extracción del coltán y de otros minerales como el cobre, el oro y los diamantes industriales.
Entre las más nombradas aparecen la Barrick Gold Corporation, de Canadá, la American Mineral Fields (en la que George Bush padre tenía intereses) y la sudafricana Anglo-American Corporation. El coltán extraído tiene como destino los Estados Unidos, Alemania, Bélgica y Kazajstán, aunque al tráfico y elaboración están vinculadas decenas de compañías. La filial de la alemana Bayer, Starck, es la productora del 50% del tantalio en polvo a nivel mundial.
Todas negaron estar involucradas en la guerra, mientras que sus gobiernos presionaban a la ONU para que dejaran de acusarlas. En el informe de la ONU se exponen un número de empresas europeas que han tenido mucho que ver con el mantenimiento económico de los rebeldes ruandeses para facilitar su comercio de coltán. Ahí aparecen las empresas belgas Sogecom Sprl, Sogem Unicore, o la alemana Masungiro GmbH, las actividades del suizo Chris Huber o la joint-venture holandesa y americana, Eagle Wins Resources. En un circuito que va desde la explotación minera hasta los fabricantes de tecnología como indica esta figura.
Pero ahí no queda todo. Este problema ha abierto, a su vez, un conflicto entre estadounidenses y europeos por el control del coltán. Este enfrentamiento tiene un tercer oponente: China, que firmó el contrato del siglo con el Congo en septiembre de 2007 para explotar durante 30 años los recursos naturales del país africano con un esquema de reparto de dividendos donde China se quedará con el 68% y el 32% restante irá a parar a los congoleños. Los minerales de sangre salen por la frontera hacia Ruanda por carretera o por aire, a la vista de todos, dejando los bolsillos llenos a los corruptos funcionarios congoleños. Desde Goma, vía Kigali, viaja a las zonas fabriles de Shanghai, donde el Gobierno chino no se molesta en preguntar de dónde viene. Y de ahí a nuestros celulares, laptops y tablets.
Quien controle el coltán controla nuestra vida.
Como en el siglo XXI, toda nuestra tecnología depende de que haya un niño allí dando martillazos a una piedra y a un pedazo de tierra que se le viene encima.

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