lunes, 13 de diciembre de 2010

DEMOCRACIA, SEGURIDAD Y DERECHOS HUMANOS


El anuncio de Cristina sobre la creación del Ministerio de Seguridad, en el acto de conmemoración del Día Internacional de los Derechos Humanos soprendió a muchos, y no faltaron incluso sectores afines al gobierno que deslizaron críticas a la medida; entendiendo que, por caso, los acontecimientos de Villa Soldatti ameritaban una respuesta desde las políticas sociales.

Sin pretender que exista una sola lectura posible de la decisión presidencial, pareciera que esas críticas tuvieran que ver con las dificultades del progresismo en general para abordar el tema de la seguridad, sin desconocer por eso que éste requiere de una mirada más amplia, vinculada a las políticas públicas inclusivas desde el mundo del trabajo, la educación, la salud o la vivienda.

Pero si al mismo tiempo no se aborda lo específico del tema y los instrumentos con que el Estado cuenta para proteger a los ciudadanos del delito (básicamente las fuerzas policiales y de seguridad), en un punto se  convalida el discurso hegemónico que coloca a los pobres como los causantes de la inseguridad, y no como lo que son: sus principales víctimas.

Por ese camino ha sucedido que se termina regalándole el campo a la derecha para que prosperen sus discursos y políticas de "mano dura", que no resuelven nada y por el contrario agravan aun más el problema, como quedó palmariamente demostrado con el fenómeno Blumberg, y con el fallido experimento de la Policía Metropolitana de Macri.

El diseño de una política de seguridad que concilie la eficacia en el combate del delito, con el respeto irrestricto de los derechos humanos, es una de las deudas mayores de nuestra democracia; y para eso es crucial la democratización efectiva de las fuerzas policiales y de seguridad , tarea que representa hoy para los gobiernos (el nacional y los provinciales) un desafío de la misma importancia que tuviera el mismo proceso en relación a las Fuerzas Armadas, en la transición desde la dictadura.

En ese sentido, no está de más recordar que durante el gobierno de Néstor Kirchner, junto al conocido episodio de Bendini y el cuadro de Videla y los masivos pases a retiro en las cúpulas militares, existieron profundas purgas en la Policía Federal a partir de sonados episodios de corrupción protagonizados por el ex comisario Giacomino y otros jefes; y el proceso político abierto el 25 de mayo del 2003 cuenta en su haber (en este como en otros tantos temas) con realizaciones importantes.

Así por ejemplo, la creación y organización de la Policía de Seguridad Aeronáutica (PSA), a partir de la gestión de Marcelo Saín; única fuerza de seguridad íntegramente gestada y organizada en democracia hasta el día de hoy, o la conformación de la Administración Nacional de Aviación Civil para sacar de manos de la Fuerza Aérea el control del tráfico aéreo.

En ese marco, los antecedentes de Nilda Garré lucen irreprochables: durante su gestión se sancionó la reglamentación de la Ley de Defensa Nacional, tarea pendiente desde 1984, se aprobó la Directiva Nacional de Defensa que fija las hipótesis de conflicto y el planemiento estratégico de las Fuerzas Armadas, y finalmente se derogó el anacrónico Código de Justicia Militar, entre otras reformas.

La transformación de las instituciones policiales y de seguridad es una tarea imprescindible para garantizar una mejor seguridad ciudadana; la experiencia indica que todas las formas del delito organizado a gran escala (el narcotráfico, la piratería del asfalto, el robo de automotores o la trata de personas) presuponen en algún punto niveles de corrupción e ineficiencia de esas fuerzas, algo que frecuentemente se pierde de vista, porque además es invisibilizado por el discurso mediático.

Del mismo modo, los innumerables casos de gatillo fácil o las resistencias a la directiva de no reprimir la protesta social (como quedó evidenciado en el accionar de la Federal, en el inicio de los episodios de Villa Soldatti), marcan a las claras el riesgo que entraña dejar a las fuerzas de seguridad operar con agenda propia, con debilidad de los controles institucionales del poder político y de la propia sociedad, sobre su accionar.

Claro que es ése un camino arduo, que requiere de decisiones políticas firmes y convicciones para perseverar en el rumbo: sobran los ejemplos de marchas y contramarchas, desde el abandono de las reformas encaradas en la provincia de Buenos Aires por León Arslanián, hasta lo sucedido aquí en Santa Fe con el profundo retroceso habido en el proceso de cambios iniciado entre 2004 y 2006 (con un amplio consenso de las fuerzas políticas en la Legislatura) al derogar el régimen de reclutamiento policial, crear el Instituto de Seguridad Pública y sancionar una nueva ley del personal policial.
Luego de las vacilaciones de Obeid (que ni siquiera reglamentó la nueva ley), el gobierno de Binner ha ido dando varios pasos atrás en la implementación de los cambios: a partir de una amañana interpretación normativa, han regresado las tristemente célebres Juntas de Calificaciones integradas exclsuivamente por policías, involucionando así hacia una Policía "atendida por sus propios dueños", y no existe la decisión seria de ir a fondo en la investigación de los casos de corrupción policial.  

A fines del año pasado, un conjunto de organizaciones y dirigentes políticos de las más diversas extracciones, oficialistas y opositores, suscribieron el llamado Acuerdo para una Seguridad Democrática, cuyas ideas centrales constituyen sin dudas un excelente punto de partida para encarar el problema.

La decisión anunciada por Cristina el viernes pasado, por el contexto en que se conoció, el marco político en el cual la concibe y los antecedentes de la persona elegida para afrontar el desafío, parece ir en la dirección correcta.

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