Por Alejandro Horowicz. Entre 1983 y el estallido de 2001, votaras lo que votaras se hacía lo mismo con los mismos personajes.
"No reír, no llorar, entender."
Baruj Spinoza
Una marea humana molecularmente construida marchó por las calles de las principales ciudades argentinas. Un dispositivo de guerrilla mediática oligárquica cuya cabeza fueron los grandes diarios comerciales, reproducidos por televisión, amplificados y organizados desde las redes sociales, terminó por articular la movilización. Nada inesperado; el mismo estado mayor en un ensayo previo (cacerolazo del 13 de septiembre) tenía muy claro que el segmento a movilizar preexistía, y que en la estela de su dinamismo pregnante se sumarían los millares que integran la amplia franja de los más despolitizados de la sociedad argentina.
Recordemos, el 25 por ciento del padrón electoral no vota. No estoy diciendo que los votantes de opciones anti-K no marcharán. Digo que la incapacidad de los partidos orgánicos de ponerse a la cabeza de la movilización nos brinda un dato clave: los caceroleros desconfían del sistema político en su conjunto. Todos los políticos son iguales: corruptos, mentirosos, ladrones. Después de todo, son hombres y mujeres incapaces de bajarse de su propio ego, ¿o acaso los grandes diarios no habían intentado para las elecciones del 2011 conformar un haz de fuerzas capaz de batir electoralmente al oficialismo (recordemos, la reunión piloteada por Héctor Horacio Magnetto con el Peronismo Federal y Mauricio Macri) y todo terminó en aguas de borrajas? Esa inepcia insalvable, y la historia de los últimos treinta años, abonan esa profunda desconfianza estructural contra los políticos profesionales: sólo importan ellos, gobiernan para ellos mismos. Y ahí termina toda la lectura "critica".
En una sociedad donde entre 1975 y el 2001 el sistema político fue cooptado a la exclusiva defensa del bloque de clases dominantes, la distinción sobre la abrumadora homogeneidad de las direcciones políticas no es precisamente sencilla. No en vano la Constitución que todavía nos rige, fuertemente sospechada de corrupción en su convocatoria (basta revisar las crónicas de la época de Clarín), fue el fruto del acuerdo entre Raúl Alfonsín y Carlos Saúl Menem, de la UCR y el PJ. No en vano se sostiene que Alfonsín es el "padre" de la democracia, vale la pena precisar: de esa democracia, de la democracia de la derrota. No en vano la sociedad no fue capaz de parir un programa político alternativo que vaya más allá de emparchar los desaguisados más obvios del orden anterior.
Entre 1983 y el estallido de 2001, votaras lo que votaras se hacía lo mismo con los mismos personajes, basta pensar en Domingo Cavallo para entender, y por eso la consigna del estallido fue "que se vayan todos". Es decir, la sencilla admisión que la política no era otra cosa que la continuación de los negocios del bloque de clases dominantes por otros medios. Entonces, la primera pregunta (¿Por qué marcharon?) se contesta sola: como todos los integrantes de los partidos son ladrones y mentirosos, y encima el oficialismo desarrolla políticas indeseables (en esta línea de puntos se puede ubicar desde la dificultad para obtener dólares a precio oficial para viajar al exterior, hasta financiar la Asignación Universal por Hijo) se trata de ponerle fin. La consigna central de la movilización, la que aglutinaba conceptualmente la marcha, fue y es impedir la re-reelección de Cristina Fernández. La marcha se propuso, se propone evitar la continuidad del gobierno K, y como esta continuidad está fuertemente asociada a la presidenta, bloquear su candidatura y bloquear la lógica política del oficialismo parecen una sola cuestión, y debemos admitir que ese no es precisamente un asuntillo menor.
Entonces, para derrotar al oficialismo basta con impedir la reelección de Cristina, y para asegurarse que esa reelección quede definitivamente bloqueada es preciso que las parlamentarias de 2013 impidan el avance oficialista. Dicho de un tirón: el Frente para la Victoria y sus aliados no deben estar en condiciones de modificar la Constitución del '94. Por cierto, no faltan los que como Cecilia Pando creen que pueden derrocar al gobierno marchando, pero esos no cuentan, y a la hora de la verdad remiten a una prehistoria que los contiene, pero de ningún modo supone el futuro de ese emblocamiento inestable.
LAS SEÑALES K. Los signos tienen en una sociedad muy entrenada en decodificarlos una importancia que a nadie se le escapa. Descolgar el cuadro de Jorge Rafael Videla fue un signo, y los juicios a los procesistas militares su inequívoca continuidad. Quedó claro que las cosas no tienen una divisoria tan simple, que todo no empezó el 24 de marzo del '76, y la condena a los marinos responsables de la Masacre de Trelew (22 de agosto de 1972) sirvió para ponerlo en evidencia.
La conformación de una Suprema Corte de Justicia de alta calidad jurídica fue un signo, la destitución de jueces comprometidos con violaciones de los Derechos Humanos, su corolario lógico. La teoría de los dos demonios también fue un signo, de sentido opuesto por cierto, ya que se proponía reducir el problema a militares desquiciados y guerrilleros mesiánicos, y el juicio contra el propietario del Ingenio Ledesma nos hace saber que la dictadura burguesa terrorista no sólo tuvo víctimas y victimarios, sino beneficiarios sociales inequívocos.
Ahora bien, hay un signo que todavía no se produjo. La década del '90 fue sospechada como la más oscura de la historia nacional, al menos en lo que a negociados remite. No sólo es la década del affaire IBM Banco Nación, sino de los patrimonios más inexplicables de advenedizos al mundo de la política. Pensemos en la familia Yoma, por ejemplo, y obtendremos una metáfora razonablemente ajustada. Sin embargo, la única política condenada por incrementar su patrimonio de un modo absolutamente escandaloso, de sostener un tren de vida que no guardaba ninguna relación con sus ingresos legales, es María Julia Alsogaray. Que un hombre como el ex presidente Menem, que jamás tuvo ingresos significativos por trabajos que no fueran cargos públicos, mediante ejercicios de prestidigitación contable, reconozca que tiene el patrimonio que declara (ojo, no estoy hablando de ningún otro) insulta a la inteligencia del ciudadano medio. Y eso con ser grave dista de ser lo más grave. Cada cámara del Congreso revisa la legitimidad de los títulos de sus integrantes. Esto es, es corresponsable de sus calidades morales y políticas. Que el Senado de la Nación no haya observado jamás los títulos del doctor Menem, ni los de ningún otro, en un Senado sospechado de corrupción, manifiesta (basta remitir a la historia de la Banelco y la renuncia de senadores nacionales bajo el gobierno del doctor Fernando de la Rúa, que merece un juicio en trámite) y constituye una señal inequívoca. Y no se trata por cierto de una buena señal.
En 1973 la democracia que arrancó el 25 de Mayo lo hizo bajo la pancarta de la militancia activa. Por eso el 20 de junio, cuando el General Perón regresaba al país, 2 millones de compatriotas lo fueron a recibir. Esa militancia fue asesinada por bandas de la Triple A, primero, y por las fuerzas de la represión ilegal del gobierno legal, más tarde, a partir de febrero del '75 mediante el Operativo Independencia. Y después, la cacería del '76. En 1983, los restos de esa militancia se reagruparon, pero la democracia de la derrota remitía a ciudadanos políticamente desarmados, donde los ciudadanos –se sabe– pueden peticionar y el gobierno toma o desecha sus pliegos; el estallido hiperinflacionario del '89 impulsó el ascenso de Menem, y esos "ciudadanos" se transformaron en consumidores. Los valores colectivos de la sociedad argentina no se alteraron. El conflicto campero de 2008 sirvió para ponerlos a la luz del sol. Pues bien, a su oscura manera los manifestantes del 8N nos recuerdan que esa lacra sigue ahí, y es tiempo de que dejen de tener razón.
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